EL LEGAJO DE LA CASA VIEJA de JESÚS ALBARRÁN
Aquí os dejo un adelanto del libro «EL LEGAJO DE LA CASA VIEJA«. El 1º capítulo del libro, para que lo puedas empezar a leer, y si te engancha, no dudes en comprarlo y dejar una reseña acerca de él.
Capítulo 1. Secretos en el cajón de la vieja cómoda. El legajo
Ya era tarde para marcharme.
Odiaba la monotonía del lugar y detestaba el momento en el que me encontraba. No
esperaba, precisamente, aventura y entretenimiento, sino aburrimiento y apatía.
Mi madre había muerto hacía unos días y para gestionar algunos asuntos pendientes,
tuve que desplazarme a donde ella nació. Allí había transcurrido buena parte de su vida.
Era un sobrio pueblo castellano, ubicado en una llanura seca y árida, de fríos inviernos
y sofocantes veranos, donde unas pocas casas, ahora casi todas ellas vacías, se alinean en
torno a la carretera que cruza y poco más. Sus secos campos hace mucho tiempo que no
se labran. Antiguamente, recuerdo, había mucha actividad, pero ahora, todo en ese pueblo
es abandono.
De ese lugar, originariamente, era toda mi familia. Las pocas tierras y propiedades que
mis padres habían tenido fueron las que, en ese pueblo, la transmisión familiar les había
dejado. Pequeñas parcelas que antaño se cultivaban, “suertes”, como aún allí las llaman,
por haber sido sorteadas y repartidas entre los hermanos cuando sus padres fallecían.
VIAJE INESPERADO
Allí fui, en un viaje inesperado, aunque necesario.
Cuando hacia él te diriges en coche, la emergente y sobria torre de su iglesia se divisa
en la distancia, indicando donde se levanta el pueblo. ¡Hacia ahí voy!, piensas. Casi no
hace falta ni mirar la larga y vacía carretera comarcal, para conducir por ella; solamente
pones rumbo a la torre de la iglesia y ya está: ¡llegas!
Aquel pueblo pequeño, ahora vacío, me traía muchos buenos recuerdos. Los tiempos
de mi niñez, ya casi olvidados, los fui rememorando mientras transitaba por sus
silenciosas calles y me acercaba a la, ahora vacía, casa de mi madre.
Aquella vieja casa, que primero fue de mis abuelos, era la única propiedad familiar
que yo recordaba. En ella pasé muchos veranos de mi infancia.
Cuando el terminaba el colegio, a finales de mayo, mis padres me mandaban al pueblo,
en el destartalado coche de línea que hasta él llegaba y allí, feliz, me quedaba a pasar el
verano con mi abuela hasta finales de septiembre. En octubre, comenzaba nuevamente el
curso y a regañadientes, tenía que regresar a la capital.
La de mi abuela, era una sólida casa de dos plantas construida de piedra, un material
que por la zona abundaba. Frente a ella, se abría una amplia plaza que tenía un abrevadero
y un pozo. A mí, de niño, me parecía la mejor casa del pueblo. ¡Qué bien lo pasaba allí!
Se entraba por una maciza puerta de madera. Recordaba, que tenía una aldaba de hierro
con la forma de una mano sujetando una gran bola, como si fuese una pelota. A mí me
gustaba llamar:
Inocentes travesuras de chiquillo, pienso ahora.
Tres golpes secos era lo habitual para pedir que abriesen la puerta o, de estar abierta,
avisar de que se pretendía entrar.
Mi abuela se asomaba al balcón para ver quién era o preguntaba desde dentro:
—¿Quién es?
Pero no había respuesta. Se enfadaba cuando comprobaba que había sido yo.
—¡Niñoooo! —decía— ¡cuando sea verdad, no lo voy a creer!
Mis carcajadas la enervaban aún más.
LA ABUELA
Nada más traspasar la puerta, se accedía a un portal enlosado de granito. Silencioso,
umbrío y oscuro para mantenerlo fresco. No tenía más luz que la que podía entrar por la
entornada puerta. ¡Que fresquito se estaba! Recuerdo la sensación de frescor que me
producía aquel portal en aquellos tórridos días de verano, cuando fuera, hacía los
frecuentes 40 grados de la llanura castellana.
Al fondo, en la penumbra del portal, se divisaban dos puertas: una, a la izquierda, que
daba acceso a una gran cocina con una enorme chimenea de leña. Al entrar, en una
cantarera de madera arrimada a la pared, había tres cántaras de barro cocido con las
iniciales de mi abuela esmaltadas. En ellos se guardaba el agua para consumir a diario.
Al fondo, la lumbre baja, que en verano no se prendía, y a la derecha de la estancia, en
una ventana que daba al patio con una persiana de cañas siempre bajada: se mantenía, al
fresco de la corriente, un botijo: ¡que fresquita estaba el agua de aquel botijo! Siempre
que entraba a la casa, iba derecho a beber. Tenía el pitorro tapado con un palito afilado,
sujeto por un bramante a su redondo agarradero y en su boca, por donde se llenaba, llevaba
una tapilla de hilo, tejida a ganchillo, que permitía entrar el aire, pero no a los “bichos”.
Eso decía la abuela.
—¡Está prohibido chupar del pitorro! —Eran sus ordenes
—¡No bebas a morro! —decía—¡Tienes que beber a galgo!
¡Qué recuerdos! ¡Que feliz era en aquella época!
Por la otra puerta; la de la derecha al fondo del portal, se entraba a un patio enjalbegado
de blanco y con un zócalo azul añil. Recuerdo el zumbido de las moscas. ¡ Bu, uu, uu,
uu…! ¡Uy! ¡Cuántas moscas había!… ¡y que pesadas eran!
En el centro, había un pozo que tenía en su brocal un arco de hierro forjado y, en el
centro, una garrucha por la que pasaba la larga soga, que mantenía atado el cubo metálico
con el que se sacaba el agua. A mí, me gustaba lanzar el cubo al pozo e izarlo después,
chorreando el agua que volvía chapoteando a la profunda oscuridad.
—¡No te arrimes al pozo! —me gritaba mi abuela temerosa de porque me cayese—
¿Es que no sabes que ahí dentro está “el Zarampón” y te puede enganchar con sus uñas?
Yo, como siempre, respondía con risas.
—Además; es agua “gorda” y solo sirve para fregar o lavar —decía la abuela. ¡No es
para beber!
—¿Agua gorda? —me preguntaba
Miraba y miraba la que sacaba el cubo, pero yo siempre la veía igual. Solamente mi
cara se reflejaba. No sabía que significaba eso de “agua gorda”. Después supe que el
calificativo, determinaba el grado de potabilidad que tenía.
Puedes comprar el libro aquí.